Pillan Quitral: Leyenda Tehuelche
En la antiquísima cosmogonía tehuelche se cuenta que "El que siempre existió" vivía rodeado por densas y oscuras neblinas allí donde se juntan el cielo y el mar, hasta que un día pensando en su terrible soledad, lloró y lloró por un tiempo incontable ... y así sus lagrimas formaron a Arrok, el mar primitivo.
El eterno Kóoch al advertirlo dejó de llorar, y suspiró. Y su suspiro fue el principio del viento. Entonces Kóoch quiso contemplar la creación: se alejó en el espacio, alzó su mano y de ella brotó una enorme chispa luminosa que rasgó las tinieblas. Había nacido el Sol.
Con él la sagrada creación tuvo la primera luz y el primer fuego, y con él nacieron las nubes. Y los tres elementos del espacio armonizaron entonces sus fuerzas para admirar y proteger a la tierra de la vida perecedera que Kóoch había hecho surgir de las aguas primeras.
Andando el tiempo Elal, el héroe-dios, el nacido de la Nube cautiva y el cruel gigante Nóshtex, creó a los Chónek (hombres) de la raza tehuelche en las tierras del Chaltén y fue su organizador, protector y guía.
Y entre otras muchas cosas, como Elal viera que sus criaturas tenían frío y oscuridad, cuando el Sol no estaba en el Cielo, les enseñó a hacer fuego, el mismo que les permitiera vencer a la nieve y al frío en las laderas del Chaltén, el que brota cuando golpean ciertas piedras.
Dicen que a partir de entonces los tehuelches ya no temieron a la oscuridad ni a las heladas porque eran dueños del secreto del fuego que era sagrado para ellos porque se los había dado su padre creador.
Una antigua leyenda cuenta que los mapuches no conocían el fuego, pero que lo aprendieron de los niños, más exactamente de dos hermanitos que se desafiaron para ver quien hacía girar más rápidamente un palito en un nido de pasto seco. ¡Y el resultado fue que casi queman todo con su juego inocente!.
Parece ser que el gran incendio devoró los bosques y corrió los animales hasta atraparlos. De este modo los indios se quedaron sin caza. ¿Cómo harían para sobrevivir sin un alimento tan importante?.
Pero los ancianos de la tribu dijeron que la carne de esos animales quemados no podía ser impura porque el fuego venía del Dios Padre. Y comieron así carne asada y la hallaron sabrosa. Tanto que, a partir de entonces, también los mapuches quisieron hacer fuego y conservarlo porque les permitía no sólo cocinar sus alimentos sino disfrutar de su luz y su calor, todos reunidos en torno de la llama que era como el Sol.
Como todos los pueblos primitivos, los que habitaban las mágicas tierras de la Araucanía lograron encender el fuego por fricción de un palo sobre un lecho de yesca, o por percusión de piedras de pedernal hasta que el saltar de la chispa hace arder la hierba seca.
Y si resultaba laborioso encenderlo, aún más difícil era conservarlo. ¿Cómo lograr que no lo apagaran los vientos que trae y lleva Elëngansen?. ¿Cómo protegerlo del enviado de Gualichú que intentaría robarlo?. ¿Cómo entretenerlo para que no se cansara de arder y se fuera de nuevo?
Por eso los tehuelches lo encerraban en vasijas de barro y le prodigaron alimento y cuidados. Las mujeres eran las que se ocupaban del fuego, y cuando lo necesitaban sacaban brasitas y con ellas encendían nuevos fuegos. Pero, ¡ay si se apagaba el fuego!.
Muchos relatos cuentan de los terribles castigos para la mujer que se dormía o se olvidaba. Es que fueron tiempos muy duros y los hombres no podían permitirse perder el sagrado tesoro. Porque era un don de Dios, el fuego volvía a Dios a través de ceremonias donde ofrendaban al Supremo, en el pillan quitral, animales o frutos de la tierra o bien objetos culturales de manufactura indígena.
También celebraron con homenajes y regalos el fuego de Pillán, el fuego de lo más hondo de la tierra que escupen las bocas enojadas o dolientes volcanes. ¿Acaso Pillán, el que vive arriba de las montañas, no comanda las terribles tormentas de fuego del Cielo y de la Tierra? ¿Sus rayos no destruyen y queman el corazón de la vida?. Por eso lo respetan y veneran para que no se enoje y traiga el fuego que devora.
Y sacralizaron el cherufe, el fuego celeste de los aerolitos que caen y que misteriosamente se vuelven piedra colorada y ya nunca más arden.
Aunque: ¿qué habrá pasado con el fuego?, ¿estará sólo dormido o se habrá ido como los innombrables al más allá? Y hasta honran mudamente a los fuegos fríos de las lejanas estrellas, porque los viejos de los loncos dicen que allí viven los espíritus de los antepasados, las almas de los que se fueron, y desde arriba contemplan sus parientes con el permiso del Elal.
En la creencia aborigen del Sur de América viven desde hace incontables lunas, entidades mágicas en relación con fuegos malditos como los de Anchimallén araucano, el duende enano que sirve a los brujos del diablo, el que roba para "el daño", el que ciega con su presencia por que la luz en la que se transforma es maligna.
Cuando su radiación brillante y fugaz aparece en los campos o en las montañas o en las ramas de los árboles o en los techos de las rucas el indio tiembla porque significa la muerte para alguien: ¿a quién se llevará esta vez la luz mala?.
Dicen en voz baja que los anchimallenes son criaturas que los brujos alimentan con las míticas leche, sangre y miel, y que quien posea uno multiplicará su hacienda y tendrá protegidos sus ganados.
Hay quien paga mucho al brujo para tener un niño anchimallén, y también quien lo roba, y hasta quien lo seduce para sus propios huertos, observando bien cuál es el alimento que le gusta más y poniéndolo a su alcance en abundancia en determinados lugares del campo.
Es fama entonces que "por goloso pierde la vida" el anchimallen, pues los astutos hechiceros, sus verdaderos dueños, siempre se enteran, ¡y lo castigan con la muerte por su negligencia!.
Claro que la memoria de los mapuches siempre ha tenido un lugar para el ideal luminoso de la mítica Antú Malguén. Es la joven, y bella amada de Antü (el sol), la que parece flotar, delicada y frágil junto al estanque de las totoras, allá en la cumbre del Domuyo. Dicen que cantan melodías que son como suspiros de la brisa mientras peina sus largos cabellos rubios con peine de oro reluciente.
¿Por qué a veces su canto es un lamento y otra una risa feliz?. Nadie lo sabe, pero la fina voz que parece agua y que parece viento rueda ladera abajo por las rocas del volcán divino. Sólo unos pocos osados que burlaron al toro y al potro del Domuyo han logrado ver Antü Malguén en la cima sagrada.
Para unos huye disuelta en llama de cherufe al sentirse sorprendida, para otros se sumerge veloz en las aguas porque es la sirena Coñi Lafquén (hija del lago), pero ni unos ni otros han podido olvidar el hechizo fascinador de la doncella de oro luz.
Tal vez se deba a que Antü Malguén se funde en el fuego de la creación: el SOl.
Por eso mientras viva en el gran volcán andino y peine sus fantásticos cabellos los fuegos de las tribus milenarias no se apagarán, y los viejos continuarán contando y recordando su historia y las historias de todos los mitos, nacidos al calor de la llama que un día les regalará Elal.
El eterno Kóoch al advertirlo dejó de llorar, y suspiró. Y su suspiro fue el principio del viento. Entonces Kóoch quiso contemplar la creación: se alejó en el espacio, alzó su mano y de ella brotó una enorme chispa luminosa que rasgó las tinieblas. Había nacido el Sol.
Con él la sagrada creación tuvo la primera luz y el primer fuego, y con él nacieron las nubes. Y los tres elementos del espacio armonizaron entonces sus fuerzas para admirar y proteger a la tierra de la vida perecedera que Kóoch había hecho surgir de las aguas primeras.
Andando el tiempo Elal, el héroe-dios, el nacido de la Nube cautiva y el cruel gigante Nóshtex, creó a los Chónek (hombres) de la raza tehuelche en las tierras del Chaltén y fue su organizador, protector y guía.
Y entre otras muchas cosas, como Elal viera que sus criaturas tenían frío y oscuridad, cuando el Sol no estaba en el Cielo, les enseñó a hacer fuego, el mismo que les permitiera vencer a la nieve y al frío en las laderas del Chaltén, el que brota cuando golpean ciertas piedras.
Dicen que a partir de entonces los tehuelches ya no temieron a la oscuridad ni a las heladas porque eran dueños del secreto del fuego que era sagrado para ellos porque se los había dado su padre creador.
Una antigua leyenda cuenta que los mapuches no conocían el fuego, pero que lo aprendieron de los niños, más exactamente de dos hermanitos que se desafiaron para ver quien hacía girar más rápidamente un palito en un nido de pasto seco. ¡Y el resultado fue que casi queman todo con su juego inocente!.
Parece ser que el gran incendio devoró los bosques y corrió los animales hasta atraparlos. De este modo los indios se quedaron sin caza. ¿Cómo harían para sobrevivir sin un alimento tan importante?.
Pero los ancianos de la tribu dijeron que la carne de esos animales quemados no podía ser impura porque el fuego venía del Dios Padre. Y comieron así carne asada y la hallaron sabrosa. Tanto que, a partir de entonces, también los mapuches quisieron hacer fuego y conservarlo porque les permitía no sólo cocinar sus alimentos sino disfrutar de su luz y su calor, todos reunidos en torno de la llama que era como el Sol.
Como todos los pueblos primitivos, los que habitaban las mágicas tierras de la Araucanía lograron encender el fuego por fricción de un palo sobre un lecho de yesca, o por percusión de piedras de pedernal hasta que el saltar de la chispa hace arder la hierba seca.
Y si resultaba laborioso encenderlo, aún más difícil era conservarlo. ¿Cómo lograr que no lo apagaran los vientos que trae y lleva Elëngansen?. ¿Cómo protegerlo del enviado de Gualichú que intentaría robarlo?. ¿Cómo entretenerlo para que no se cansara de arder y se fuera de nuevo?
Por eso los tehuelches lo encerraban en vasijas de barro y le prodigaron alimento y cuidados. Las mujeres eran las que se ocupaban del fuego, y cuando lo necesitaban sacaban brasitas y con ellas encendían nuevos fuegos. Pero, ¡ay si se apagaba el fuego!.
Muchos relatos cuentan de los terribles castigos para la mujer que se dormía o se olvidaba. Es que fueron tiempos muy duros y los hombres no podían permitirse perder el sagrado tesoro. Porque era un don de Dios, el fuego volvía a Dios a través de ceremonias donde ofrendaban al Supremo, en el pillan quitral, animales o frutos de la tierra o bien objetos culturales de manufactura indígena.
También celebraron con homenajes y regalos el fuego de Pillán, el fuego de lo más hondo de la tierra que escupen las bocas enojadas o dolientes volcanes. ¿Acaso Pillán, el que vive arriba de las montañas, no comanda las terribles tormentas de fuego del Cielo y de la Tierra? ¿Sus rayos no destruyen y queman el corazón de la vida?. Por eso lo respetan y veneran para que no se enoje y traiga el fuego que devora.
Y sacralizaron el cherufe, el fuego celeste de los aerolitos que caen y que misteriosamente se vuelven piedra colorada y ya nunca más arden.
Aunque: ¿qué habrá pasado con el fuego?, ¿estará sólo dormido o se habrá ido como los innombrables al más allá? Y hasta honran mudamente a los fuegos fríos de las lejanas estrellas, porque los viejos de los loncos dicen que allí viven los espíritus de los antepasados, las almas de los que se fueron, y desde arriba contemplan sus parientes con el permiso del Elal.
En la creencia aborigen del Sur de América viven desde hace incontables lunas, entidades mágicas en relación con fuegos malditos como los de Anchimallén araucano, el duende enano que sirve a los brujos del diablo, el que roba para "el daño", el que ciega con su presencia por que la luz en la que se transforma es maligna.
Cuando su radiación brillante y fugaz aparece en los campos o en las montañas o en las ramas de los árboles o en los techos de las rucas el indio tiembla porque significa la muerte para alguien: ¿a quién se llevará esta vez la luz mala?.
Dicen en voz baja que los anchimallenes son criaturas que los brujos alimentan con las míticas leche, sangre y miel, y que quien posea uno multiplicará su hacienda y tendrá protegidos sus ganados.
Hay quien paga mucho al brujo para tener un niño anchimallén, y también quien lo roba, y hasta quien lo seduce para sus propios huertos, observando bien cuál es el alimento que le gusta más y poniéndolo a su alcance en abundancia en determinados lugares del campo.
Es fama entonces que "por goloso pierde la vida" el anchimallen, pues los astutos hechiceros, sus verdaderos dueños, siempre se enteran, ¡y lo castigan con la muerte por su negligencia!.
Claro que la memoria de los mapuches siempre ha tenido un lugar para el ideal luminoso de la mítica Antú Malguén. Es la joven, y bella amada de Antü (el sol), la que parece flotar, delicada y frágil junto al estanque de las totoras, allá en la cumbre del Domuyo. Dicen que cantan melodías que son como suspiros de la brisa mientras peina sus largos cabellos rubios con peine de oro reluciente.
¿Por qué a veces su canto es un lamento y otra una risa feliz?. Nadie lo sabe, pero la fina voz que parece agua y que parece viento rueda ladera abajo por las rocas del volcán divino. Sólo unos pocos osados que burlaron al toro y al potro del Domuyo han logrado ver Antü Malguén en la cima sagrada.
Para unos huye disuelta en llama de cherufe al sentirse sorprendida, para otros se sumerge veloz en las aguas porque es la sirena Coñi Lafquén (hija del lago), pero ni unos ni otros han podido olvidar el hechizo fascinador de la doncella de oro luz.
Tal vez se deba a que Antü Malguén se funde en el fuego de la creación: el SOl.
Por eso mientras viva en el gran volcán andino y peine sus fantásticos cabellos los fuegos de las tribus milenarias no se apagarán, y los viejos continuarán contando y recordando su historia y las historias de todos los mitos, nacidos al calor de la llama que un día les regalará Elal.
Marcelo Fernández.
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