Tunguska: El Día Que El Cielo Estalló
Un meteorito anónimo y bestial, un pedazo de antimateria que tropezó con la Tierra, un extravagante experimento eléctrico a manos de Nikola Tesla, un miniagujero negro que atravesó el planeta, una nave extraterrestre que estalló en el aire: con su halo de magia y misterio, y pese a las cincuenta expediciones científicas enviadas, el caso Tunguska da para todo.
Lo cierto es que en la mañana del 30 de junio de 1908, una inmensa bola de fuego atravesó como un rayo el cielo de Siberia y explotó en el aire para arrasar con más de dos mil kilómetros cuadrados de bosque, matar de un santiamén a los animales lugareños y sembrar en el recuerdo que el cielo a veces puede ser tan peligroso como el infierno.
A las 7.15 de la mañana del 30 de junio de 1908, una inmensa bola de fuego azulada, atravesó como un rayo el cielo de Siberia. Y en cuestión de segundos, estalló en el aire, a seis mil metros de altura por encima del valle del río Tunguska. Se desataron terribles incendios y manadas completas de renos murieron quemados casi al instante, al igual que buena parte de la vida salvaje del lugar.
Afortunadamente, los testigos humanos más cercanos fueron algunos pastores nómades que acampaban a unas prudentes decenas de kilómetros. Sin dudas, el extraño episodio de Tunguska fue el fenómeno natural más destructivo de los últimos milenios. Y si no se convirtió en un capítulo mayor de la historia de la humanidad fue simplemente porque afectó a una región despoblada del planeta.
Pero, ¿qué fue lo que pasó? ¿Y qué era aquella “bola de fuego” azul? Hoy, después de casi cien años, y cerca de cincuenta expediciones científicas, algunas cosas están un poco más claras. Sin embargo, el “caso Tunguska” aún mantiene intacto parte de su misterio. Y a la vez, nos recuerda que la amenaza del cielo está latente.
Muy lejos de allí, cientos de kilómetros al sur, los horrorizados pasajeros del tren transiberiano vieron pasar por sobre sus cabezas al bólido ardiente que, marchando imparable, iba desgarrando el despejado cielo matinal, arrastrando una espesa estela chispeante que se perdía a la distancia. Algunos lo describieron como “más brillante que el Sol”.
El maquinista del tren, asustado por un ruido ensordecedor, clavó los frenos de la locomotora. Y todos, temblorosos, vieron cómo, finalmente, y después de sucesivos truenos, el objeto estallaba a gran altura sobre el lejano horizonte del norte. La explosión fue equivalente al estallido de cientos de bombas atómicas como la de Hiroshima. Y dejó una inmensa nube de partículas negras que, durante semanas, “llovieron” sobre todo el valle del pedregoso río Tunguska.
Si para los pasajeros del transiberiano la escena fue impactante, qué decir del propio lugar del desastre: 80 millones de árboles fueron derribados en un radio de 30 kilómetros. En un instante, 2150 kilómetros cuadrados de bosques habían sido destruidos.
Paradójicamente, en medio de tanta calamidad, parece que la catástrofe sólo se habría cobrado una víctima humana: un pastor anciano que, junto a sus compañeros, acampaba a 30 kilómetros de la zona del estallido, y que murió después de ser lanzado por el aire más de diez metros.
Un poco más lejos, las chozas de las dispersas tribus Evenki, típicos moradores de la región, también volaron junto a sus ocupantes. En forma bastante más atenuada, el desastre también se hizo sentir en Vanavara, el pueblo más próximo, a unos 70 kilómetros del epicentro del misterioso apocalipsis: aun a esa distancia, la onda de choque tiró a la gente por el suelo.
Y hasta rompió los vidrios de varias casas ubicadas a 250 kilómetros. Incluso, hubo quienes escucharon el feroz estampido a 500 kilómetros de Tunguska.
Pero el fenómeno tuvo otros curiosos “ecos”. La explosión hizo temblar a toda Rusia: a 4000 kilómetros, en San Petesburgo, una estación sismográfica registró vibraciones sísmicas. Y durante varias noches, en Europa, y hasta en América del Norte, aparecieron unas extrañas nubes luminosas en el cielo. En su edición del 3 de julio, el New York Times hablaba de “llamativas luces en el firmamento del norte”.
Más allá de las erróneas interpretaciones de la época, no eran otra cosa que nubes noctilucentes, formadas por incontables partículas provenientes de la explosión de Tunguska, que habían sido desparramadas por los vientos. Evidentemente, y en distintas formas, los ecos del desastre habían llegado muy lejos.
Lo cierto es que la primera expedición científica recién se produjo casi veinte años después, a principios de 1927. Y estaba financiada por la Academia Soviética de Ciencias. Al frente, marchaba Leonid Kulik, un afamado mineralólogo hoy considerado el padre de la ciencia meteorítica ruso. Kulik había leído algo sobre el tema, y estaba casi convencido de que la “bola de fuego” de Tunguska había sido un gran meteorito. Por eso, esperaba encontrar el cráter del impacto, y los pedazos del objeto para analizarlos.
Kulik exploró con sumo cuidado la enorme región devastada en 1908. Y así descubrió que todos los árboles –o más bien, sus troncos pelados– estaban tumbados en un radio de 30 a 40 kilómetros, a partir de una zona central donde, curiosamente, muchos troncos habían permanecido en pie (un efecto similar a lo observado en Hiroshima). Y la mayoría estaban manchados de negro del lado que miraba hacia el centro del brutal desparramo, como si hubiesen sido “salpicados” por la tremenda explosión.
Sin embargo, el científico ruso no encontró las huellas del objeto destructor: no había ningún cráter, ni en la parte central, ni en ningún lado. Entonces, Kulik concluyó que, tal como decían los testigos, la “cosa” había estallado en el aire. ¿Y sus restos? A pesar de las largas búsquedas y excavaciones, no pudo hallar el más mínimo fragmento meteorítico. Raro, sin dudas.
Después de una larga pausa, el geoquímico soviético Kirill Florensky tomó la posta de Kulik, y encabezó tres expediciones científicas: en 1958, 1961 y 1962. Entre otras novedades, Florensky utilizó un helicóptero para mapear, desde lo alto y con más precisión, los alcances del bestial estallido. Y en lugar de buscar cráteres o grandes trozos del supuesto meteorito, concentró la pesquisa en el análisis detallado del suelo.
Así fue como Florensky y su equipo descubrieron algo verdaderamente revelador: en toda el área había una fina de capa de “polvo extraterrestre”. Partículas microscópicas de óxido de hierro magnético (magnetita), y concentraciones bastante altas de iridio, un elemento escasísimo en la Tierra, pero muy abundante en los meteoritos y el material interplanetario. Además, encontraron diminutas gotitas de cristal de roca, fundida por el calor.
Juntando todas las piezas, Florensky arriesgó una teoría. Y en 1963, publicó un recordado artículo en la revista Sky & Telescope: “¿Chocó un cometa contra la Tierra en 1908? Es que, a diferencia de los asteroides, los cometas son objetos extremadamente frágiles, apenas débiles y desprolijas amalgamas de hielo, polvo y roca”. La posible conexión entre un pequeño cometa y la catástrofe de Tunguska venía circulando desde 1930. Pero a la luz de todas sus investigaciones, Florensky aseguraba: “Ahora, eso sí está confirmado”.
Las expediciones para revelar el misterio de Tunguska continuaron a un ritmo cada vez más intenso. De hecho, desde 1963 hasta hoy, hubo casi 40, casi todas bajo el liderazgo de Nikolai Vasiliev, de la Academia Rusa de Ciencias. Y una de las grandes novedades fue que a partir de 1989, los rusos invitaron a otros científicos del mundo (estadounidenses, ingleses, alemanes y japoneses) a sumarse a la investigación.
Así, por ejemplo, en 1977, los soviéticos confirmaron que el terreno de Tunguska contenía ciertas partículas de naturaleza muy similar a las de los meteoritos más comunes: las contritas carbonáceas. Y volvieron a jugarse por la hipótesis de un cometa, con alta presencia de estos materiales.
Unos cuantos años más tarde, en 1993, el norteamericano Christopher Chyba y sus colegas se inclinaron por la hipótesis de un pequeño y frágil asteroide rocoso. Y hasta arriesgaron su tamaño y peso: de 30 a 50 metros, y entre 50 y 100 mil toneladas. Otro dato de relevancia fue la intensidad y la ubicación exacta del estallido, deducida a partir del meticuloso estudio de la orientación de los árboles derribados: la explosión tuvo una fuerza de 15 a 30 megatones, ocurrió a unos 6000 metros de altura, sobre un punto ubicado a 60º 55’ Norte, 101º 57’ Oeste. El panorama estaba un poco más claro.
Sin embargo, también han circulado unas cuantas teorías, bastante más osadas, por decirlo de algún modo. Hay quienes dicen que lo que explotó en el cielo de Tunguska fue un pedazo de antimateria, que vagaba a la deriva por el espacio, hasta que tropezó con nuestro planeta. Según esta versión, la aniquilación materia-antimateria habría provocado el desastre.
Otros hablan de un mini-agujero negro que, literalmente, habría atravesado la Tierra. Suena raro, porque nadie vio el “orificio de salida”. Una tercera hipótesis insólita le echa la culpa a una extravagante experimento eléctrico a manos del mismísimo Nikola Tesla. Y claro, como era de esperarse, también hubo lugar para los extraterrestres: a modo de un adelantado “Incidente Roswell”, se dice que el objeto era un plato volador que, quien sabe por qué, estalló en el aire.
Pero volvamos a las hipótesis más fuertes. La ausencia de un cráter y el desparramo de partículas cósmicas en toda la región apuntan a un objeto que entró a la atmósfera a decenas de miles de kilómetros por hora, calentándose tanto que, debido a la fragilidad de sus materiales, terminó desintegrándose en el aire, en medio de un descomunal estallido.
En este sentido, hay quienes buscaron hilar aún más fino: en 1976, el astrónomo checo Lubor Kresak dijo que, teniendo en cuenta la dirección del objeto y su ángulo de entrada (unos 30), era muy probable que se tratara de un fragmento del famoso cometa Encke (cuyos parámetros orbitales coincidían con su trayectoria). Las estimaciones de Kresak eran más generosas que las de Chyba: unos 100 metros de diámetro y una masa de hasta un millón de toneladas.
Ahora bien, los cometas –o en este caso, un pedazo– suelen ser bastantes vistosos. Entonces: ¿cómo es posible que nadie lo hubiese detectado antes? Tal vez porque era muy chico. O tal vez, porque venía de la dirección visual del Sol, que lo habría imposible de detectar. Quién sabe.
En sus 4600 millones de años, la Tierra ha vivido incontables episodios similares, e incluso mucho peores. Los cometas y los asteroides suelen caer. Tarde o temprano. Aquella catástrofe de principios del siglo XX destruyó, de un plumazo, una superficie 10 veces mayor a la de Buenos Aires.
Y si, efectivamente, ocurriera en una ciudad, millones de personas morirían, en lo que sería el capítulo más trágico de la historia. Afortunadamente, la especie humana está tomando conciencia de la amenaza, y ese es el primer paso para defendernos.
A no olvidarlo: hace no mucho tiempo, hubo un día en que el cielo estalló.
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